Cuando conseguí contactar con Julia eran casi las diez de la noche. Estaba tan sorprendida por mi insistencia, pude llamarla nueve veces aquella tarde, como contenta por escucharme. Eramos amigos desde niños y eso le confería automáticamente un estatus diferenciador en mi particular jerarquía de las relaciones interpersonales. No eramos mejores ni grandes amigos. Nunca nos habíamos llamado por nuestro cumpleaños, al menos que yo recuerde, ni nos felicitábamos en año nuevo salvo que lo hubiéramos pasado juntos; ni colegas ni amigos especiales, realmente nunca se me había pasado por la cabeza intentar tirármela. Pertenecía a ese exclusivo y asexuado grupo de amistades con las que no te planteas fingir ser más que tú mismo. Tenía pocas amigas como Julia.
Llevaba sólo unos meses en Madrid donde había firmado con un prestigioso bufete norteamericano que exprimía su tiempo y su sesera, muy buena por cierto. Desde su llegada habíamos quedado unas seis o siete veces y la mitad de ellas acabamos borrachos. Nunca hablábamos del trabajo más que para quejarnos del tiempo que restaba a nuestras verdaderas inquietudes y podíamos pasarnos horas y horas recordando entre risas los viejos tiempos que nos unían de un modo casi consanguíneo. Julia era simplemente única, y no del modo que todos los somos: desprendía el personal magnetismo que tienen aquellos que no han inhibido el impulso del deseo, aquellos cuyo única vocación es vivirlo todo al menos cien veces aún sabiendo que es imposible. Solía causar un impresión frenética a quienes la conocían por primera vez, se sentía más viva y más libre que nadie y a su lado yo también tendía a sentirme de ese modo, además de pasármelo en grande.
Semanas atrás había llamado a Julia para ponerla al tanto de mi viaje a California. El Golden State había sido su residencia durante más de dos años y se regocijó sinceramente al darle mi buena nueva. Esa noche estaba bastante cansada, había tenido un reunión maratoniana de las que se estilan en los grandes despachos de picapleitos, pero aceptó encantada mi propuesta de cena; -¡qué cabrón eres!...no me puedo creer que en unos días vayas a dar el salto...tengo demasiadas cosas que contarte-. Llegó tan acelerada como de costumbre, -¡tío!, estoy demasiado estresada-, me enseñó un folleto en el que aparecía su ligue del despacho y me puso al día de sus escapadas en busca de arena blanca mientras devorábamos el chiken tikka masala con el que Aidín se había esmerado. Madrid la asfixiaba en verano y yo la entendía perfectamente. Agarré una libreta a los postres y Julia cedió al libre albedrío de su incontienencia verbal: gesticulaba compulsivamente, recordaba sitios y momentos que la sumían en un trance grandioso mientras yo iba tomando notas sueltas y trataba de seguir el hilo con el mapa de California maximizado en la pantalla de mi portátil. Tuve la sensación de que Julia estaba a punto de incendiarse y de que como JM iba a volatilizarse de pronto; me preguntaba con qué extraña clase de especia persa había condimentado el pollo Aidín. Las imágenes de mi sueño se me agolparon de nuevo en la cabeza y me noté sudar al acelerárseme el pulso. Bebí un trago largo de cerveza y seguí escuchando. Julia me miraba llameante, se encontraba en estado puro.