1.9.10

IV

III


Hacía unas horas que había abandonado la España nuestra cuando reparé en la moqueta azul de dudoso gusto sobre la que pateas buena parte del aeropuerto de Chicago Ohare. Pasaban las cuatro de la tarde en la terminal 3 y sólo se me ocurría pensar que mi puerta de embarque parecía tener nombre de fusil de asalto, K18, y algunas pamplinas más. Empezaba a ponerme nervioso el no ser capaz de distinguir en todo momento entre mis ensoñaciones y la vida real. Tal vez debiera hacérmelo mirar por un terapeuta a la vuelta de mi viaje, o tal vez mis pajas mentales ardieran bajo el sol de California.

Allí estábamos, una manada de perfectos desconocidos, todos con su pose de viajero, todos con sus vidas, sus categorías, sus verdades. Imaginaba que todos debían sentirse tan vivos como yo, y afortunados por poder viajar en avión a Los Angeles. Sal Paradise no diría tanto, me dije. Un bebé calvorota y simpático retozaba sobre la moqueta hortera, su padre babeaba; frente a mi, un moderno, con sus auriculares 3G, sus zapatillas de colores y su camiseta con mensaje, a su izquierda, una negra oronda mastica despreocupada un sándwich de jamón y tomate. Se la ve disfrutar. El tipo joven lee un libro, Dry, de un tal Augusten Burroughs. Pienso que tal vez fuese pariente del beatnik y que debería leer más, escribir más y no preocuparme tanto por las chicas. Me mira de soslayo al verme tomar notas sueltas. La preciosa tenista adolescente de mi derecha parece tener todo el oro del Estado en su cabello. Me regala una mirada furtiva al sentirse observada y me quedo pensando que sería muy bueno poder echar un partido con ella. Yo voy corto de revés pero podría dominarla en la red. Observo sus rodillas y sus deportivas blancas y me recuerdo hace muchos años, quizás no tantos pero parecían muchos, atrapándola en un baño del colegio y no dejándola marchar hasta que me diera un beso. Luego me desnorto, y recuerdo a Humbert Humbert y pienso que no soy tan viejo como para sentirme culpable por elucubrar incastas intenciones con esta primorosa nínfula. Si tuviera que arriesgar mi vida por alguna de estas personas, y usar el fuego contra el mal, ella sería sin duda la musa que me moviese. No tendría otra opción de pasar de las intenciones; aunque claro, primero tendría que salvar al bebé. Si no vaya mierda de superhéroe. Antes del llegar al peloteo, la chica se levanta y se aleja a través de grisáceas hileras de asientos y yo me pierdo en el radiante cielo de Chicago, fugándome a través de la cristalera que separa a los aviones y los pasajeros.

Otra adolescente pecosa y de cabello naranja me mira detenidamente cuando regreso de mi viaje astral. No sé cuanto llevo mirando el cielo. La niña es como una zanahoria. Le gusta mirarme al parecer. Me refugio en mi libreta y trato de concentrarme en todo lo que Julia me dijo que era absolutamente necesario saber de allí donde se quema el oeste.