22.7.08

II

Cuando conseguí contactar con Julia eran casi las diez de la noche. Estaba tan sorprendida por mi insistencia, pude llamarla nueve veces aquella tarde, como contenta por escucharme. Eramos amigos desde niños y eso le confería automáticamente un estatus diferenciador en mi particular jerarquía de las relaciones interpersonales. No eramos mejores ni grandes amigos. Nunca nos habíamos llamado por nuestro cumpleaños, al menos que yo recuerde, ni nos felicitábamos en año nuevo salvo que lo hubiéramos pasado juntos; ni colegas ni amigos especiales, realmente nunca se me había pasado por la cabeza intentar tirármela. Pertenecía a ese exclusivo y asexuado grupo de amistades con las que no te planteas fingir ser más que tú mismo. Tenía pocas amigas como Julia.

Llevaba sólo unos meses en Madrid donde había firmado con un prestigioso bufete norteamericano que exprimía su tiempo y su sesera, muy buena por cierto. Desde su llegada habíamos quedado unas seis o siete veces y la mitad de ellas acabamos borrachos. Nunca hablábamos del trabajo más que para quejarnos del tiempo que restaba a nuestras verdaderas inquietudes y podíamos pasarnos horas y horas recordando entre risas los viejos tiempos que nos unían de un modo casi consanguíneo. Julia era simplemente única, y no del modo que todos los somos: desprendía el personal magnetismo que tienen aquellos que no han inhibido el impulso del deseo, aquellos cuyo única vocación es vivirlo todo al menos cien veces aún sabiendo que es imposible. Solía causar un impresión frenética a quienes la conocían por primera vez, se sentía más viva y más libre que nadie y a su lado yo también tendía a sentirme de ese modo, además de pasármelo en grande.

Semanas atrás había llamado a Julia para ponerla al tanto de mi viaje a California. El Golden State había sido su residencia durante más de dos años y se regocijó sinceramente al darle mi buena nueva. Esa noche estaba bastante cansada, había tenido un reunión maratoniana de las que se estilan en los grandes despachos de picapleitos, pero aceptó encantada mi propuesta de cena; -¡qué cabrón eres!...no me puedo creer que en unos días vayas a dar el salto...tengo demasiadas cosas que contarte-. Llegó tan acelerada como de costumbre, -¡tío!, estoy demasiado estresada-, me enseñó un folleto en el que aparecía su ligue del despacho y me puso al día de sus escapadas en busca de arena blanca mientras devorábamos el chiken tikka masala con el que Aidín se había esmerado. Madrid la asfixiaba en verano y yo la entendía perfectamente. Agarré una libreta a los postres y Julia cedió al libre albedrío de su incontienencia verbal: gesticulaba compulsivamente, recordaba sitios y momentos que la sumían en un trance grandioso mientras yo iba tomando notas sueltas y trataba de seguir el hilo con el mapa de California maximizado en la pantalla de mi portátil. Tuve la sensación de que Julia estaba a punto de incendiarse y de que como JM iba a volatilizarse de pronto; me preguntaba con qué extraña clase de especia persa había condimentado el pollo Aidín. Las imágenes de mi sueño se me agolparon de nuevo en la cabeza y me noté sudar al acelerárseme el pulso. Bebí un trago largo de cerveza y seguí escuchando. Julia me miraba llameante, se encontraba en estado puro.

2 comentarios:

Unknown dijo...

"Era una de esas mañanas de verano claras y brillantes que tenemos en California a principios de la primavera, antes de que baje la niebla. Las lluvias han terminado. Las colinas siguen verdes y en el valle al otro lado de las colinas de Hollywood puede verse la nieve sobre las montañas más altas. Las peleterías anuncian su liquidación anual. Las casas de citas especializadas en vírgenes de dieciséis años están haciendo grandes negocios. Y en Beverly Hills las jacarandas empiezan a florecer."

La hermana menor (fragmento) Raymond Chandler.

Contaba los días que quedaban como si fuesen de una condena, dejó atrás su pequeña cárcel y viajó al sur donde se encontraba su familia y su descanso. Simplemente consistía en una etapa de aclimatación antes del gran viaje, para él era necesario, como entrar en el campo con el pie derecho o llevar un amuleto. Iba dispuesto a disfrutar cada mínimo momento, a paladear cada sensación que pudiese parecerle nueva y cada sensación ya antes conocida, no por eso menos útil. Dispuesto a gastar, a derrochar ansia de vida, consumismo feroz del instante, esa era su premisa.

Allí, donde otros fracasaron engullidos por el polvo, triunfaría él. Estaba dispuesto a regresar triunfante, con la cabeza alta, dispuesta a mirar a su yo del futuro y decirle: -No puedes quejarte amigo, tienes todos los recuerdos que un viaje a California puede dejar, no has dejado nada en el tintero-. Ya se había visto a si mismo cientos de veces recogiendo su maleta en la cinta trasportadora con una preciosa rubia de turgentes senos a su lado que le dejaba su tarjeta dorada con los números de su teléfono en rojo. Recorriendo Venice Beach y sonriendo a jóvenes patinadoras en tangas de diferentes colores, creía haberse sentado con alguna de ellas en una cafetería mirando el Pacífico mientras se ajustaba las mangas de su camisa y pedía un enorme vaso de café.

En otros sueños se veía con traje oscuro, camisa blanca con estrecha corbata negra y brillantes zapatos oscuros. Intentaba atracar una joyería junto a cinco compañeros, todos nombres de colores, no sabría cual el suyo, quizás Sr. Marrón. En el hall de un hotel del centro se cruzó con alguien que parecía mucho a él, quizás recién acabado el colegio, fue extraño, parecía esperar a alguien nervioso, posiblemente una mujer. Si no se hubiese complicado todo el plan habría intentado hablar con él. Todos y cada uno de estos sueños estaban acompañados de jazz, un potente saxofón, seguro y firme, tocado por Dexter Gordon. Podría haber sido Phillip Marlowe, siguiendo línea a línea la vida que Raymond Chandler decidiese para él, o quizás William Foster muy cabreado por un maldito atasco, repartiendo su furia por calles plagadas de coches y sol. Quizás en uno de aquellos sueños se cruzase con Bertolt Brecht soñando con Berlín mientras leía un ejemplar de la Montaña Mágica.

Soñaba día tras día, noche tras noche mejor dicho, y con cada sueño se acercaba más a aquel día que confundiría su propia mitología, erigida en su occidentalismo transoceánico, con su propio quehacer diario. Se acercaba aquel día que podría calificar de Mitológico, el día en que comenzaría su propio Sueño Eterno.

Antón dijo...

Walsh and Duffy elbow through the crowd.

ESCOBAR
(continuing;
to them)
You wanna do your partner the
biggest favor of his life? Take
him home. Just get him the hell
out of here!

Duffy bear hugs the protesting Gittes, along with Walsh, literally dragging him away from the scene, with Gittes trying to shake free. Through the crowd noises, Walsh can be heard saying, "Forget it, Jake -- it's Chinatown."

THE END


Robert Towne
Chinatown